Natalia Tena...
digna sucesora de Lola Gaos
miércoles, 13 de mayo de 2015
martes, 14 de octubre de 2014
viernes, 6 de diciembre de 2013
Los rostros de Mandela en el cine
Cuando se piensa en la imagen cinematográfica de Nelson
Mandela, se asocia al rostro de Morgan Freeman, el actor que el propio
interesado había declarado que deseaba que lo encarnara en la pantalla, y que
lo ha hecho en la
película más popular filmada sobre el político
sudafricano: la fallida Invictus (2009), de Clint Eastwood. Ha habido, sin
embargo, otros actores que se han metido en su piel antes y después que
Freeman. Algunos han guardado un parecido físico más que aceptable, como Terrence Howard en Winnie (2011), del sudafricano Darrell Roodt, sobre la relación con su primera esposa, encarnada por Jennifer Hudson. Cinta maldita, que provocó las críticas de Winnie Mandela porque no se la consultó y que
no se ha estrenado en Estados Unidos hasta septiembre pasado. Más discutible parece el parecido físico del resto de intérpretes que le han dado vida. El último, Idris Elba en Mandela:
Del mito al hombre, de Justin Chadwick, que que recorre su vida desde su infancia rural hasta su toma de posesión como primer presidente negro de Sudáfrica, en 1994, y que se estrenará en 2014, coincidiendo con el vigésimo aniversario de ese momento. Una película que, según su protagonista, recibió la aprobación del propio Mandela, que la vio antes de morir. Le han prestado
también su rostro en sendas tv movies, dos estrellas de tan dudoso parecido con él como Sidney Poitier y Danny Grover. Poitier en Mandela and De Clerk (1997), de Joseph Sargent, compartiendo protagonismo con Michael Caine en el papel del presidente blanco que puso
fin al apartheid y junto al que le concedieron el premio Nobel de la Paz. Grover, por su parte, protagonizó Mandela (1987), de Philip Saville. Otra producción con nombres de peso, centrada en los años de prisión del político, es Adiós Befana, de Bille August, en la que le encarna Dennis Haysbert y que narra, a partir de hechos verídicos, la relación que mantuvo con el guardian, Joseph Fiennes, que lo vigiló durante ese tiempo. La nómina de actores que han interpretado a Mandela incluye, entre algún otro, a David Harewood, en Mrs. Mandela (2010), tv movie de la BBC dirigida por Michael Samuels y centrada en la vida de Winnie Mandela; a Clarke Peters, en Endgame (2009), cinta británica dirigida por Pete Travis sobre las conversaciones secretas que tuvieron lugar en el Reino Unido y que llevaron a la liberación de Mandela y al fin del apartheid, y a Simon Sabela, reviviendo el proceso en el que se le condenó, a mediados de los sesenta, a cadena perpetua, en Der Rivonia-Prozeß, producción dirigida por Jürgen Goslar para la televisión alemana.
miércoles, 13 de noviembre de 2013
La escena: 'Yo creo en ti'
James Stewart es en
Yo creo en ti (Henry Hathaway, 1947), un curtido periodista a quien su jefe
(Lee J. Cobb) envía a investigar un misterioso anuncio por palabras en el que
se ofrecen 5.000 dólares a quien pueda aportar pistas para resolver el
asesinato de un policía ocurrido once años antes, en 1932, durante la Ley Seca.
Stewart califica el reclamo como "un cebo para incautos" y acepta el encargo a
regañadientes. Su primera sorpresa se la lleva cuando
localiza al autor del anuncio,
en plena noche, en el corredor de un gran edificio de oficinas vacio. Es la
señora de la limpieza, una anciana que está fregando el suelo. La escena es
sobrecogedora. El desdén y excepticismo del reportero, siempre desde una posición superior, contrasta con la dulzura, la educación y el entusiasmo de la mujer, que resulta ser la madre de uno de los condenados a cadena perpetua por el crimen; pero
ella está convencida de que su hijo es inocente y busca atraer con la recompensa a quien le ayude a demostrarlo. El periodista duda del origen del dinero. “Yo trabajo, friego suelos”, le responde ella con una
dignidad que sobrecoge. “En once años no falté ni un solo día al trabajo. Lo gané yo, hasta el último penique. Primero lo intenté con 3.000 dólares, y nada. Ahora pruebo con 5.000 dólares. ¿Si no lo consigo? Entonces trabajaré otros once años, ofreceré 10.000 dólares, pero mi hijo saldrá algún día”.
jueves, 7 de noviembre de 2013
Cuando el defensor no es el héroe
Cuatro soldados estadounidenses estacionados en un pueblecito de Alemania durante la posguerra mundial violan a una muchacha de quince años en el drama judicial Ciudad sin piedad (1961). El mayor Garrett (un Kirk Douglas en su mejor forma), hábil abogado, es asignado como su defensor en el consejo de guerra al que se les somete. El caso está tan claro que el fiscal pide la pena de muerte, y Garrett sólo ve una manera de salvarlos, cuestionar la honestidad de la víctima. Lo hace tan bien que consigue poner en contra de ella a su padre, a las autoridades locales y a toda la ciudad. Un drama judicial en el que el abogado defensor, lejos de hace brillar la verdad, que conoce y manipula, y restablecer el equilibrio de la justicia, emplea su destreza jurídica para envilecer el ejercicio de
su profesión. “¿Por qué está tan seguro de que evitará la sentencia de muerte?”, le pregunta una periodista. La respuesta del letrado es demoledora: “Por tres razones. Primera, porque todos los testigos mienten un poco. Segunda, porque la edad madura odia a la juventud, y la fealdad a la belleza. Y la tercera, porque nadie es capaz de medir la inmensa suciedad que alberga la
mente humana”. Un guión pulido por un no acreditado Dalton Trumbo, que había colaborado ya con Kirk Douglas en su anterior película, Espartaco, y como hecho a la medida de un Otto Preminger o de un Stanley Kramer pero que le queda algo grande a su director, el austriaco nacionalizado estadounidense Gottfried Reinhardt, hijo del legendario Max Reinhardt. A la inocente joven la encarna la actriz alemana Christine Kaufmann, que estaba a punto de convertirse por entonces en la segunda esposa de Tony Curtis, con quien tuvo dos hijas, Alexandra y Allegra.
sábado, 26 de octubre de 2013
Kim Novak y los galanes maduros
Una de las cosas que más sorprenden del cine clásico es la diferencia de edad que suele existir entre el protagonista de la película y su pareja. Un buen ejemplo lo ofrece Kim Novak, la actriz fichada por el brutal magnate de la Columbia, Harry Cohn, en plena guerra de rubias en el Hollywood de los 50 para competir con
Marilyn Monroe, la rubia de la 20th Century Fox, estudio rival. Fue la musa del infravalorado director Richard Quine, doce años mayor que ella, que la amó con locura y con quien mantuvo un largo romance, por lo que le envidiamos los admiradores, que somos legión, de Novak. Dulce, frágil, soñadora, atractiva,
misteriosa, no tuvo suerte con sus galanes en la pantalla; la mayoría de ellos mucho mayores que ella, desde su debut en La casa 322 (Quine, 1954), trama de cine negro en la que un
maduro Fred MacMurray, 24 años mayor, era un policía que perdía la cabeza por su personaje, la novia de un atracador. Los mismos años le sacaba James Stewart, junto al que interpretó el doble papel de Vértigo, uno de sus trabajos más conocidos, y la divertida comedia Me enamoré de una bruja, en la que su diferencia de edad quedaba más patente aún. La palma en galanes maduros le correspondió al veterano Frederic March, que le llevaba 35 años, aunque tal diferencia de edad quedaba plenamente justificada en el argumento de En la mitad de la noche, drama en el que encarnaba a una divorciada de la que se enamora el anciano propietario, viudo, de la fábrica textil en la que trabaja. Algo menor fue la diferencia con Tyrone Power, 18 años, en La historia de Eddy Duchin, y con Frank Sinatra, 17 años, con quien trabajó en El hombre del brazo de oro, la primera película de Hollywood que abordó el problema de la drogadicción, y en el musical Pal Joey, en el que Novak hizo un tan casto como ingenioso striptease. Peter Finch, su pareja en La leyenda de Lylah Clare, era 16 años mayor, lo mismo que Kirk Douglas, con quien protagonizó el maravilloso melodrama Un extraño en mi vida, sobre un arquitecto que entablaba un romance con la madre de un compañero de colegio de su hijo. Dean Martin (que sustituyo a Peter Sellers en el papel), 15 años mayor, la tentaba al adulterio en Bésame, tonto, con la anuencia de su marido, un Ray Walston que le sacaba 18 años. El desequilibrió de edades se mantuvo con William Holden, que le llevaba 14 años, en Picnic, aunque justificada en el guión, uno de sus grandes papeles, con la memorable secuencia del baile en la feria, cargada de ternura y sensualidad. Se redujo la distancia con Jack Lemmon, 8 años mayor, con quien trabajó en distintas ocasiones. Fue su pareja en La misteriosa dama de negro, a las órdenes de Richard Quine, en el papel de un diplomático americano destinado en Londres, que se enamora de su casera, sospechosa de haber asesinado a su desaparecido marido, cuyo cuerpo, por otra parte nunca llegó a encontrarse. Lemmon había trabajado un par de veces antes con ella, había sido su hermano, el brujo juerguista y borrachín de Me enamoré de una bruja, y el recién divorciado que en Phffft, una de las primeras películas de Novak, intentaba aprovechar su recién recuperada libertad para echar una cana al aire con una rubia de vértigo, o sea, ella.
Marilyn Monroe, la rubia de la 20th Century Fox, estudio rival. Fue la musa del infravalorado director Richard Quine, doce años mayor que ella, que la amó con locura y con quien mantuvo un largo romance, por lo que le envidiamos los admiradores, que somos legión, de Novak. Dulce, frágil, soñadora, atractiva,
misteriosa, no tuvo suerte con sus galanes en la pantalla; la mayoría de ellos mucho mayores que ella, desde su debut en La casa 322 (Quine, 1954), trama de cine negro en la que un
maduro Fred MacMurray, 24 años mayor, era un policía que perdía la cabeza por su personaje, la novia de un atracador. Los mismos años le sacaba James Stewart, junto al que interpretó el doble papel de Vértigo, uno de sus trabajos más conocidos, y la divertida comedia Me enamoré de una bruja, en la que su diferencia de edad quedaba más patente aún. La palma en galanes maduros le correspondió al veterano Frederic March, que le llevaba 35 años, aunque tal diferencia de edad quedaba plenamente justificada en el argumento de En la mitad de la noche, drama en el que encarnaba a una divorciada de la que se enamora el anciano propietario, viudo, de la fábrica textil en la que trabaja. Algo menor fue la diferencia con Tyrone Power, 18 años, en La historia de Eddy Duchin, y con Frank Sinatra, 17 años, con quien trabajó en El hombre del brazo de oro, la primera película de Hollywood que abordó el problema de la drogadicción, y en el musical Pal Joey, en el que Novak hizo un tan casto como ingenioso striptease. Peter Finch, su pareja en La leyenda de Lylah Clare, era 16 años mayor, lo mismo que Kirk Douglas, con quien protagonizó el maravilloso melodrama Un extraño en mi vida, sobre un arquitecto que entablaba un romance con la madre de un compañero de colegio de su hijo. Dean Martin (que sustituyo a Peter Sellers en el papel), 15 años mayor, la tentaba al adulterio en Bésame, tonto, con la anuencia de su marido, un Ray Walston que le sacaba 18 años. El desequilibrió de edades se mantuvo con William Holden, que le llevaba 14 años, en Picnic, aunque justificada en el guión, uno de sus grandes papeles, con la memorable secuencia del baile en la feria, cargada de ternura y sensualidad. Se redujo la distancia con Jack Lemmon, 8 años mayor, con quien trabajó en distintas ocasiones. Fue su pareja en La misteriosa dama de negro, a las órdenes de Richard Quine, en el papel de un diplomático americano destinado en Londres, que se enamora de su casera, sospechosa de haber asesinado a su desaparecido marido, cuyo cuerpo, por otra parte nunca llegó a encontrarse. Lemmon había trabajado un par de veces antes con ella, había sido su hermano, el brujo juerguista y borrachín de Me enamoré de una bruja, y el recién divorciado que en Phffft, una de las primeras películas de Novak, intentaba aprovechar su recién recuperada libertad para echar una cana al aire con una rubia de vértigo, o sea, ella.
martes, 22 de octubre de 2013
Actrices que hacen sublime lo simple
Emmanuelle Riva lo demuestran
con creces, respectivamente, en Le Week-End
(Roger Michell, 2013) y Amor (Michael Haneke, 2012). Sus papeles son, en apariencia, menos lucidos que los de
sus oponentes masculinos, Jim Broadbent, de la primera, y Jean-Louis Trintignant,
de la segunda, pero son ellas quienes roban la película y hacen el trabajo más soberbio.
lunes, 14 de octubre de 2013
La película de Alice Munro
Lejos de ella, la notable opera prima de la actriz Sarah Polley (Mi vida sin mi) en la dirección, es, hasta donde alcanzo, la única de las adaptaciones de un relato de la escritora Alice Munro, recién galardonada con el Premio Nobel de Literatura, que se ha estrenado en España y que está disponible en DVD y en plataformas de internet como Filmin. La cinta adapta el relato El oso que llegó a la montaña,
incluido en su libro Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, (editado por RBA), que narra como influye el Alzheimer en una pareja que lleva muchos años casada. Ella (Julie Christie) sufre los primeros síntomas de la enfermedad y decide ingresarse en una residencia especializada, él (Gordon Pinset) tendrá que aprender rehacer su vida. Christie, como protagonista, y Polley, como guionista, optaron al Oscar. Toda la parte de la residencia recuerda mucho esa hermosa película española de animación que es Arrugas (Ignacio Ferreras, 2011).
lunes, 8 de abril de 2013
Sara Montiel supo decir no.
Ha muerto Sara
Montiel. Siempre admiré en ella dos gestos por encima de cualquier otro. El
primero fue cuando se le planteó la duda entre seguir haciendo carrera en
Hollywood perpetuándose en los habituales papeles raciales que se les reserva
allí a los latinos. Su respuesta fue
plantarse y decir: ‘Nunca más haré de
india’, y regresó a España. Si hoy nos sigue sorprendiendo y admirando que tres
o cuatro españoles se hayan abierto huequito en la meca del cine, baste
imaginar lo que supuso eso en los años 50, y tratar, como ella hizo, a mitos
como Marilyn Monroe, James Dean, Greta Garbo, Clark Gable, Billie Holiday, Gary
Cooper, Burt Lancaster, Alfred Hitchcock, Joan Fontaine, Marlon Brando, Ernest Hemingway, James Stewart, Rod Steiger, Veronica Lake, Natalie Wood o Arthur Miller, por citar sólo algunos de los nombres más relevantes. Su segundo gesto admirable fue que nunca solicitó la nacionalidad ni la residencia estadounidense, algo que podría haber hecho sin el menor
problema, al estar casada por entonces con el gran Anthony Mann. Recordaba que esto causaba estupor y suspicacia en las autoridades de Estados Unidos, pero ella, de nuevo, se plantaba y, dejó escrito en sus memorias, respondía: “Soy mexicana [adoptó esa nacionalidad los años que vivió e hizo cine en México]. Tengo
mi trabajo en España y cuando termino de trabajar regreso a mi casa de Los Angeles con mi marido. No necesito hacerme americana”. He coincidido tres o cuatro veces con ella. La última, hace tres semanas, el 17 de marzo, en el homenaje que promovió Isabel Gemio en su programa ‘Te doy mi palabra’, en Onda Cero, en la que fue, muy probablemente, su última entrevista. Tuve la satisfacción de reiterarle mi admiración por haber sabido decir no a aquello que se le ofreció pero que realmente no necesitaba ni deseaba.
viernes, 7 de diciembre de 2012
No me gustan las series ¿Se puede?
Cuando digo que no me gustan
las series de televisión siempre surgen voluntarios que tratan de dialogar
conmigo intentando sacarme de lo que, a su parecer, es un grave error. Lo curioso
es que no me ocurre nada semejante cuando digo que no me gusta ir a discotecas,
bañarme en la playa o ir al cine por la noche. Será que no has probado el
manjar, parecen insinuarme los forofos de la ficción seriada. Pues
sí, sí lo he probado, y me he llevado tremendos fiascos con títulos de
campanillas que me han recomendado con fervor; y aun las
que me atraen algo (Frasier, Las chicas de Oro, Monk, El mentalista, The
Shield, Caso abierto, Mujeres desesperadas, Navy investigación criminal o Sexy
Money) me cansan a partir del tercer o cuarto episodio. Si me
las topo, me quedo y puede que las vea un rato, si no, jamás estoy pendiente de
su hora de emisión. Sólo recuerdo dos series que hayan resistido para mí el
paso del tiempo: la británica Yo, Claudio y la española Los gozos y
las sombras. Una vez aclarado este punto puramente subjetivo, hay otros
extremos que provocan mi rechazo. Estoy convencido
de que las series son un factor multiple de discriminación. Cuando se dice
que gustan las series se suele querer decir que gustan las series anglo/estadounidenses,
esas que se emiten en su mayor parte por canales de pago, un mundo guay
del que quedan excluidas casi siempre, claro, las series españolas, que
están al alcance gratuito de cualquiera; como La que se avecina, una de
las pocas ficciones que, mira por donde, me gustan y con la que me
lo paso bomba cuando la veo, jamás buscándola. Las series guay
discriminan, además, porque si no se ven por canal de pago, se bajan de
la red, lo que indica que, además de poder pagar por la conexión a internet,
hay que saber navegar por ella para encontrar los semilleros donde están
alojadas, y tener y saber usar los programas adecuados para poder
descargárselas. Con el cine no ocurre lo mismo ya que, además de las
televisiones generalistas, hay canales, tanto nacionales (Paramount o La Sexta
3) como locales (en Madrid, el 8 Madrid TV) que emiten en abierto, sin pagar,
todo el día, todo tipo de cine, y muchas veces en dual. Una de las cosas más
divertidas con respecto a una serie es cuando alguien te recomienda este o
aquel momento de uno de los capítulos de una de las temporadas. Si se
recomienda una película, cualquiera puede hacerse con ella, sin necesidad de
tener siquiera internet; basta con ir al El Corte Inglés, a la FNAC o similar.
¿Cómo se hace para ver el momento del capítulo recomendado de una serie sin
recurrir a internet (no creo que se pueda dar uno de alta el momentito para
verlo y ya) ni hacer un buen desembolso para adquirir la temporada completa? En
cualquier caso, y aunque estuviera equivocado en todo lo expuesto, las series,
aún reconociendo que algunas tienen indudables valores de producción, ni me
emocionan ni me entretienen. No me gustan las series, ¿no basta con eso?
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