Decía Alfred Hitchcock, a quien no se puede negar magisterio sobre el arte de hacer cine, que la duración de una película debe ser “proporcional a la resistencia de la vejiga humana”. Una de las funciones del productor como motor y coordinador global de la película es la de ejercer de contrapeso (indeseable, para algunos) del director. Cuenta la leyenda que Emiliano Piedra tuvo que arrancarle a Orson Welles literalmente de las manos el negativo de Campanadas a medianoche para rematar su montaje. Es obvio que una película dura lo que tiene que durar, que al director le da pena cortar esa escena que es tan interesante, aquella que le quedó tan bien y, en fin, aquella otra que le costó tanto filmar. Sumado a que el director lucha por el derecho a decidir el montaje final de lo filmado y a que tiende a entrar como coproductor para tener el máximo control sobre el resultado. Y éste es que las películas duran cada vez más y más (también hay un afán por competir en grandiosidad con la televisión). Así, el chileno Raul Ruiz acaba de estrenar Misterios de Lisboa, una película que dura 272 minutos, o sea cuatro horas y media. No es extraño que el cineasta haya contado que la peor crítica que ha recibido es la de su médico, que cuando fue a verla se le quejó porque tuvo que pagar veinte euros de aparcamiento.
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