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Girasoles y Balarrasas
Esperaba muy poco de Los girasoles ciegos y por eso la película me ha sorprendido. Se ve con facilidad, que no es poco, aunque avanza con el lastre terrible de narrar sin la menor pasión una historia que podría haber sido sobrecogedora. Las imágenes se suceden de modo ordenadito, lineal, con una música agradable y una puesta en escena espléndida. Resultado: un drama de tantos, de pasiones turbias y deseos insatisfechos. Se adivina, sin embargo, tras sus fotogramas sin
vida, un texto literario vigoroso y al salir del cine lo que apetece es leer la obra original de Alberto Méndez (un compedio de cuentos, en realidad) para hacerle justicia. Pero lo que más me ha llamado la atención son los puntos en común entre el personaje del diácono protagonista (Raúl Arévalo en uno de sus trabajos menos afortunados) y el personaje del militar bala perdida que se convierte en ferviente sacerdote en aquel clásico del cine religioso patrio que fue Balarrasa (1951). Sobre todo la escena del encuentro del diácono y su amigo ex compañero de armas en el despacho del gobierno civil. Balarrasa, dirigida por José Antonio Nieves Conde, falangista, alférez provisional y notable cineasta (Surcos), fue una de los varios títulos emblemáticos de nuestro cine (otro fue, por ejemplo, La mies es mucha) en los que Fernando Fernán Gómez vistió el hábito (como ahora Arévalo) para personificar los valores más profundos del franquismo.
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